Todos conocemos la esencia del mito homérico de Sísifo, fundador y rey de Éfira, actual Corinto, que fue castigado por los dioses a no morir y pasar su vida subiendo una montaña con una piedra a sus espaldas que nada más llegar a la cima caía rodando hacia abajo. Para más castigo, era ciego, luego ni podía admirar el paisaje al llegar a la cima…

Si siempre me pareció un tema de trabajo atractivo, ahora el abordarlo se concreta casi como una necesidad para mí. Porque necesito la esperanza, porque necesito que Sísifo tenga algún momento de, si no felicidad, sí al menos serenidad, sea cuando llega a la cima y se encuentra liberado de la piedra y así sentir la brisa, sea cuando bajando a por ella puede reflexionar para encontrar un sentido a tanto esforzado viaje.

Es un tema que podemos abordar desde muchas perspectivas, una de ellas puede ser la inquietud por saber el delito cometido dada la magnitud del castigo. Sabemos que el delito fue faltar a su palabra y desvelar el secreto de los dioses, asunto sobre el que podríamos reflexionar dado que nosotros prometemos antes de salir de nuestros templos tras la celebración de una tenida, que guardaremos silencio de lo acontecido en ella. Y de hecho, con nuestras propias espadas se nos amenaza en la iniciación si faltamos a nuestros compromisos, entre ellos y fundamental, el del silencio…

También podríamos abordarlo desde el punto de vista de la utilidad o no del binomio premio/castigo que está presente cotidianamente en nuestras vidas. Pero a pesar de que pienso que de alguna manera los errores que cometemos en la vida llevan aparejado el “castigo” pues los pagamos con alguna dosis de sufrimiento, no es lo que me ha motivado para abordar el tema. Volveré al sufrimiento, que sí me interesa hoy.

Otra perspectiva es la sugerida por Camus que escribió en 1942 un ensayo en el que, no sin dificultad para el lector por lo complejo del tema, analiza el absurdo de la vida del hombre que está abocado a no descifrar nunca los misterios que le rodean y atenazan, a no llegar nunca al conocimiento, a no adquirir nunca la libertad, la justicia, la equidad…

¿Quién de nosotros no ha sentido alguna vez el absurdo de su vida? ¿Quién no conoce el hastío de la repetición?, y ejemplo extremo: aún teniendo hijos, ¿nunca ha sobrevolado sobre nuestra mente lo absurdo de la perpetuación de la especie? Y de ahí, el sentimiento de lo absurdo de la lucha incansable, del sufrimiento inherente a cualquier tipo de objetivo deseado, mayor cuanto más difícil sea de alcanzar…

El sufrimiento inherente al ser humano. Tema de gran interés para mí. Para nosotros, personas absolutamente privilegiadas, para quienes nuestra cotidianeidad, excepto algunos momentos puntuales, es un devenir más o menos pausado en el que aparentemente no pasa nada extraordinario. La vida sigue y nosotros con ella. Sin embargo, cuando echamos la vista atrás, nos damos cuenta de cuántos avatares hemos tenido que ir salvando para llegar donde estamos y en todos ellos ha habido algún grado de sufrimiento. De esta reflexión me interesa destacar que en nuestro fuero interno más profundo, la medida de esos sufrimientos somos nosotros mismos. Nuestro dolor, cuando lo estamos sufriendo, no admite comparación con otros por mucho mayores que reconozcamos racionalmente que sean. Porque son los que vivimos los que nos dan la medida. Solo cuando nos confrontamos brutalmente con otro tipo de sufrimientos que no hemos padecido, somos capaces de relativizar y dejar a un lado nuestros pesares para sentir, al menos, compasión y reconocimiento por quienes «verdaderamente” sufren. Os contaré una situación de choque vivida por mí como muestra de esa confrontación y de su resultado: la incertidumbre.

Estaba yo en los campos de refugiados de los hutus en navidad de 1994, momento álgido de la guerra civil de Ruanda. Llegamos gracias a uno de los vuelos de los militares españoles en misión humanitaria allí y junto con ellos nada más llegar fuimos a conocer la situación del inmenso y terrible campo de refugiados. En una tienda habilitada como hospital, una mujer con su hijo colgado de su exangüe pecho mirándome directamente a los ojos, alargó su mano hacia mí pidiendo en silencio. En aquel momento pensé si no era absurda nuestra misión de aportar dinero tras el enorme esfuerzo de haberlo recogido para que esa madre y otras tantas pudieran alimentar a sus hijos con unos biberones más que lo que harían sería alargar algo el sufrimiento hasta su cercana e inexorable muerte. Y es como entonces, la incertidumbre la que en muchos momentos de mi vida vuelve a mi mente a instancias de cualquier estímulo y me sume en esa sensación tan difícil que es la de no tener las cosas fundamentales claras o los caminos a tomar suficientemente dibujados ante mí. En aquel momento fue un militar el que me señaló el camino cuando con lágrimas en los ojos y actitud avergonzada por no haber encontrado en su bolsillo más ue un único billete de poco valor, lo dio a la persona responsable del hospital de campaña. Hay que perseverar, hay que continuar a pesar del absurdo, hay que continuar con humildad aportando lo poco que somos y poseemos.

Y hablando de sufrimientos, hablando de incertidumbres, hablando de absurdos…

En el momento actual en el que la crisis de refugiados está tocando techos de lo que debería ser tal vergüenza colectiva que nos lanzara a tomar las calles para que los políticos hicieran algo más que pagar para que no lleguen a nuestro mundo privilegiado, ¿acaso no lo hacemos por esa incertidumbre, porque pensamos que es absurdo dado que no lo conseguiremos? O más bien ¿no salimos porque estamos mucho más cómodos y confortables en nuestras logias tratando dialécticamente acerca de cómo nuestra Orden puede hacer algo ante la desigualdad social, tema internacional que se nos ha propuesto?

Ya ahora necesito el mensaje último de Camus, que a pesar de toda la exposición del absurdo de la vida humana, concluye que «uno debe imaginar a Sísifo feliz», porque la toma de conciencia de su propia condición, el no optar por el camino fácil de la sumisión, es lo que puede llenar el corazón de un ser humano. La ética que nos propone Camus es pues una ética e lucha, de esfuerzo, de insumisión, de revuelta.

Y ante la situación actual, ¿no deberíamos revolvernos no sólo interiormente y, como mínimo, proponer un comunicado en el que nuestra Orden, y si no lo admite, nuestra Federación, y si tampoco, nuestra Logia, condene con la mayor energía y rotundidad la inutilidad de nuestros políticos y proclame que cada uno de esos desplazados de sus países deben tener los mismos derechos que cada uno de esos políticos responsables del tema, y los mismos derechos que cada uno de nosotros? ¿No deberíamos revolvernos interiormente hasta que nuestra voz salga fuera y al menos clamar nuestra revuelta y nuestra insumisión ante la injusticia? ¿No deberíamos unir nuestros esfuerzos para buscar entre todos pequeñas acciones en las que implicarnos que si sabemos no serán solución de ada, ni siquiera de nuestras incertidumbres, al menos den un sentido a tanto debate, a tanta discusión, a tanto ánimo e intenciones bondadosas expresadas en nuestras logias?

Necesito que Sísifo tenga momentos de serenidad para que sea consciente de que, aunque  a veces lo dude, su lucha infatigable tiene un sentido, para que no desfallezca, para que no ceje, para que no se someta. Para que siga luchando, para que siga viviendo.